Of the Quorum of the Twelve Apostles
“Si en verdad pudiésemos
comprender la expiación del Señor Jesucristo, nos daríamos cuenta de lo valioso
que es un hijo o una hija de Dios.”
El
mes de enero pasado nuestra familia sufrió la trágica pérdida de nuestro nieto
Nathan en un accidente aéreo. Nathan sirvió en la Misión Báltica ruso hablante;
amaba a la gente y sabía que era un privilegio servir al Señor. Ese accidente
acabó con su vida tres meses después de que yo oficié en su matrimonio eterno a
su querida Jennifer. El que Nathan haya sido arrebatado tan repentinamente de
nuestra presencia ha vuelto nuestro corazón y nuestra mente a la expiación de
nuestro Señor Jesucristo. Aunque me es imposible expresar el pleno significado
de la expiación de Cristo, ruego poder explicar lo que Su expiación significa
para mí y para nuestra familia, y lo que también podría significar para ustedes
y sus familiares.
El
precioso nacimiento del Salvador, Su vida, Su expiación en el Jardín de
Getsemaní, el sufrimiento en la cruz, Su sepultura en la tumba de José y Su
gloriosa resurrección se convirtieron en una renovada realidad para nosotros.
La resurrección del Salvador nos asegura a todos que algún día, nosotros,
también, lo seguiremos y experimentaremos nuestra propia resurrección. Qué gran
paz y consuelo nos da este don, el cual viene mediante la amorosa gracia de
Jesucristo, el Salvador y Redentor de toda la humanidad. Gracias a Él, sabemos
que podremos estar con Nathan otra vez.
No
hay mayor expresión de amor que la heroica Expiación que llevó a cabo el Hijo
de Dios. Si no hubiera sido por el plan de nuestro Padre Celestial, establecido
antes de que el mundo fuese, en verdad toda la humanidad —pasada, presente y
futura— habría permanecido sin la esperanza de progreso eterno. Como resultado
de la transgresión de Adán, los seres mortales fueron separados de Dios (véase
Romanos 6:23), y lo hubiesen estado para siempre, a menos que se encontrase el
modo de romper las ligaduras de la muerte. Eso no sería fácil, ya que requería
el sacrificio vicario de uno que fuese sin pecado y que, por lo tanto, pudiese
tomar sobre Sí los pecados de toda la humanidad.
Estamos
agradecidos porque Jesucristo valientemente llevó a cabo ese sacrificio en la
antigua Jerusalén. Allí, en la tranquilidad del Jardín de Getsemaní, se
arrodilló entre los torcidos olivos, y de manera milagrosa, que ninguno de
nosotros puede comprender totalmente, el Salvador tomó sobre Sí los pecados del
mundo. A pesar de que Su vida era pura y libre de pecado, Él pagó el castigo
máximo del pecado — el de ustedes, el mío y el de todos los que hayan vivido.
Su agonía mental, emocional y espiritual fue tan grande que hizo que sangrara
por cada poro (véase Lucas 22:44; D. y C. 19:18). No obstante, Jesús sufrió
voluntariamente a fin de que todos pudiésemos tener la oportunidad de ser
limpios— mediante la fe en Él, al arrepentirnos de nuestros pecados, al ser
bautizados por la debida autoridad del sacerdocio, al recibir el don
purificador del Espíritu Santo mediante la confirmación y al aceptar todas las
demás ordenanzas esenciales. Sin la expiación del Señor, ninguna de esas
bendiciones estarían a nuestro alcance, y no podríamos llegar a ser dignos y
estar preparados para regresar a morar en la presencia de Dios.
Más
tarde, el Salvador soportó la agonía de la inquisición, los crueles azotes y la
muerte por crucifixión en la cruz del Calvario. Recientemente se han hecho
muchos comentarios en cuanto a esto, ninguno de los cuales ha aclarado el punto
singular de que nadie tenía el poder para quitarle la vida al Salvador; Él la
ofreció como rescate por todos nosotros. Como Hijo de Dios, Él tenía el poder
de alterar la situación; no obstante, en las Escrituras se establece claramente
que Él se entregó a la flagelación, la humillación, el sufrimiento y,
finalmente, a la crucifixión, debido a Su gran amor para con los hijos de los
hombres (véase 1 Nefi 19:9–10).
La
expiación de Jesucristo fue una parte indispensable del plan de nuestro Padre
Celestial para la misión terrenal de Su Hijo y para nuestra salvación. Cuán
agradecidos debiéramos estar porque nuestro Padre Celestial no intercedió, sino
que retuvo Su instinto paternal de rescatar a Su Hijo Amado. Gracias al amor
eterno que Él tiene por ustedes y por mí, Él permitió que Jesús llevara a cabo
su misión preordenada de ser nuestro Redentor. El don de la resurrección y la
inmortalidad se da libremente mediante la gracia misericordiosa de Jesucristo a
toda la gente de todas las épocas, sin importar si sus hechos son buenos o
malos. Y a aquellos que eligen amar al Señor y que manifiestan su amor y fe en
Él al guardar Sus mandamientos y se hacen merecedores de todas las bendiciones
de la Expiación, Él ofrece la promesa adicional de la exaltación y la vida
eterna, que es la bendición de vivir en la presencia de Dios y de Su Amado Hijo
para siempre.
Con
frecuencia cantamos un himno que expresa lo que siento cuando pienso en el
sacrificio expiatorio y benevolente del Salvador:
Asombro me da el amor
que me da Jesús.
Confuso estoy por Su
gracia y por Su luz,
Y tiemblo al ver que
por mí Él Su vida dio;
Por mí, tan indigno,
Su sangre Él derramó.
(“Asombro
me da”, Himnos Nº 118)
Jesucristo,
el Salvador y Redentor de toda la humanidad, no está muerto. Él vive—el Hijo
resucitado de Dios vive—ése es mi testimonio, y Él guía los asuntos de Su
Iglesia hoy día.
En
la primavera de 1820, un pilar de luz iluminó una arboleda del norte del estado
de Nueva York. Nuestro Padre Celestial y Su Amado Hijo aparecieron al profeta
José Smith. Esa experiencia dio inicio a la restauración de poderosas verdades
doctrinales que por siglos habían estado perdidas. Entre esas verdades que
habían quedado opacadas por las tinieblas de la apostasía estaba la conmovedora
realidad de que todos somos hijos e hijas espirituales de un Dios amoroso que
es nuestro Padre; somos parte de Su familia; Él no es un padre en un sentido
simbólico o poético; Él es literalmente el Padre de nuestro espíritu; Él se
ocupa de cada uno de nosotros. Aunque este mundo se las arregla para disminuir
y degradar al hombre y a la mujer, la realidad es que todos provenimos de un
linaje real y divino. En aquella maravillosa aparición del Padre y del Hijo en
la Arboleda Sagrada, la primera palabra que emitió el Padre de todos nosotros
fue el nombre personal de “José”. Ésa es la clase de relación que nuestro Padre
tiene con cada uno de nosotros; Él conoce nuestro nombre y anhela que seamos
dignos de regresar a vivir con Él.
La
restauración del Evangelio vino por medio del profeta José Smith. El Señor
Jesucristo una vez más ha revelado, a través de Su profeta escogido, las
ordenanzas y la autoridad del sacerdocio para administrarlas para la salvación
de todo aquel que crea.
A
otro profeta, en otra época, se le mostraron “las naciones de la tierra”
(Moisés 7:23). “Y el Señor le mostró a Enoc todas las cosas, aun hasta el fin
del mundo” (Moisés 7:67). Enoc también vio que Satanás “tenía en su mano una
cadena grande que cubrió de obscuridad toda la faz de la tierra; y [Satanás]
miró hacia arriba, y se rió” (Moisés 7:26).
Con
todo lo que Enoc vio, hubo algo que pareció captar su atención por encima de
todo. Enoc vio que Dios “miró al resto del pueblo, y lloró” (Moisés 7:28). El
registro sagrado dice que Enoc le preguntó a Dios una y otra vez: “¿Cómo es
posible que tú llores…? ¿Cómo es posible que llores?” (Moisés 7:29, 31).
El
Señor le contestó a Enoc: “…He allí a éstos, tus hermanos; son la obra de mis
propias manos… a tus hermanos… he dado mandamiento, que se amen el uno al otro,
y que me prefieran a mí, su Padre, mas he aquí, no tienen afecto y aborrecen su
propia sangre” (Moisés 7:32–33).
Enoc
vio las condiciones de estos últimos días. Él y otros de los primeros profetas
sabían que únicamente si aceptamos la Expiación y nos esforzamos por vivir el
Evangelio, podremos hacer frente a los desafíos de la vida y hallar paz, gozo y
felicidad. El llegar a comprender ese grandioso don es una búsqueda personal de
cada uno de los hijos de Dios.
Hermanos
y hermanas, creo que si en verdad pudiésemos comprender la expiación del Señor
Jesucristo, nos daríamos cuenta de lo valioso que es un hijo o una
hija de Dios. Creo que el propósito eterno de nuestro Padre Celestial para con
Sus hijos generalmente se logra mediante las cosas pequeñas y sencillas que
hacemos unos por otros. La palabra “uno” es una parte importante de la palabra
expiación en inglés. Si toda la humanidad comprendiera esto, no habría nadie de
quien no nos preocupáramos, sin importar edad, raza, género, religión o nivel
social o económico; nos esforzaríamos por emular al Salvador y nunca seríamos
descorteses, indiferentes, irrespetuosos ni insensibles a los demás.
Si
en verdad entendiésemos la Expiación y el valor eterno de toda alma, iríamos en
busca del joven, de la jovencita y de todo hijo descarriado de Dios; les
ayudaríamos a saber del amor que Cristo tiene por ellos; haríamos todo lo que
estuviese a nuestro alcance por ayudarlos a prepararse para recibir las
ordenanzas salvadoras del Evangelio.
En
verdad, si la expiación de Cristo fuera lo más importante en la mente de los
líderes de barrios y ramas, no se descuidaría al miembro nuevo ni al que
se reactiva. Puesto que toda alma es tan valiosa, los líderes
deliberarían en consejo para ver que se le enseñase a cada una las doctrinas
del Evangelio de Jesucristo.
Cuando
pienso en Nathan y lo mucho que lo queremos, puedo ver y sentir más claramente
lo que nuestro Padre Celestial debe sentir por todos Sus hijos. No queremos que
Dios llore porque no hicimos todo lo posible por compartir con Sus hijos las
verdades reveladas del Evangelio. Ruego que cada uno de nuestros jóvenes trate
de conocer las bendiciones de la Expiación y se esfuerce por ser digno de
servir al Señor en el campo misional. Ciertamente muchos más matrimonios
mayores y otras personas cuya salud se los permitiera desearían ansiosamente
servir al Señor como misioneros si meditaran en el significado del sacrificio
expiatorio del Señor Jesucristo. Fue Jesús quien dijo: “Y si acontece que
trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo y me
traéis aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo
con ella en el reino de mi Padre!” (D. y C. 18:15, cursiva agregada). No sólo
eso, sino que grande será el gozo del Señor en el alma que se
arrepiente, porque toda persona es valiosa para Él.
Hermanos
y hermanas, nuestro Padre Celestial nos ha tendido la mano para que lleguemos a
Él mediante la Expiación de nuestro Salvador. Él invita a todos “que [vengan] a
Cristo, el cual es el Santo de Israel, y [participen] de su salvación y del
poder de su redención” (Omni 1:26). Él nos ha enseñado que por medio de nuestra
fiel adherencia a los principios del Evangelio, que al recibir las ordenanzas
salvadoras que han sido restauradas, que mediante el servicio constante y al
perseverar hasta el fin, podremos volver a Su presencia sagrada. ¿Qué otra cosa
podríamos saber en este mundo que fuese más importante que esto?
Lamentablemente,
en el mundo actual, la importancia de la persona muchas veces se determina por
el tamaño del auditorio ante el cual él o ella se presenta. Ésa es la forma en
que se clasifican los programas de deportes o de comunicación, como se
determina la prominencia de las empresas y a veces como se obtiene el rango
gubernamental. Tal vez ésa sea la razón por la que los papeles como el de
“padre”, “madre” y “misionero” raras veces reciben el aplauso de la gente. Los
padres, las madres y los misioneros llevan a cabo su tarea ante un público muy
reducido. Sin embargo, a los ojos del Señor, tal vez haya sólo un tamaño de
auditorio que es de importancia perdurable: es el de uno, cada uno,
ustedes y yo, y cada uno de los hijos de Dios. La ironía de la Expiación
es que es infinita y eterna, y no obstante se aplica en forma individual, una
persona a la vez.
Hay
un nivel en el que el himno de los niños “Soy un hijo de Dios” (Himnos Nº
196), armoniza con la música de la eternidad. Somos hijos de Dios; cada uno de
nosotros es valioso hasta el grado de hacer que el Señor Dios Todopoderoso
sienta una plenitud de gozo, si somos fieles, o que llore, si no lo somos.
Lo
que el Salvador resucitado dijo a los nefitas podría decirlo a nosotros hoy
día:
“…Benditos
sois a causa de vuestra fe. Y ahora he aquí, es completo mi gozo. Y cuando hubo
dicho estas palabras, lloró, y la multitud dio testimonio de ello; y tomó a sus
niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por
ellos” (3 Nefi 17:20–21, cursiva agregada).
Hermanos
y hermanas, nunca jamás subestimen el valor de una persona. Recuerden siempre
la sencilla admonición del Señor: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan
14:15). Esfuércense siempre por vivir dignos de las sagradas y plenas
bendiciones de la expiación del Señor Jesucristo. En nuestro dolor por la
separación de nuestro querido Nathan, ha venido la paz que únicamente el
Salvador y Redentor puede dar. Nuestra familia se ha vuelto a Él, uno por uno;
y ahora cantamos con mayor agradecimiento y entendimiento:
“Cuán
asombroso es que por amarme así
Muriera
Él por mí.
Cuán
asombroso es lo que dio por mí”.
(“Asombro
me da”, Himnos Nº 118).
Estimados
hermanos y hermanas, ruego que den a los demás, y que reciban por ustedes
mismos, toda bendición que brinda la expiación del Señor Jesucristo, lo ruego
humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.
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