jueves, 18 de junio de 2020

Emular al Salvador en No Desmayar

Aceptar la voluntad y el tiempo del Señor

Por el élder David A. Bednar
Del Cuórum de los Doce Apóstoles

Del discurso del devocional del Sistema Educativo de la Iglesia “Que no tengamos que… desmayar”, pronunciado en la Universidad de Texas, en Arlington, el 3 de marzo de 2013.

La fe firme en el Salvador es aceptar sumisamente Su voluntad y Su tiempo en nuestra vida, incluso si el resultado no es lo que esperábamos o deseábamos

El élder Neal A. Maxwell (1926–2004) fue un amado discípulo del Señor Jesucristo. Prestó servicio como integrante del Cuórum de los Doce Apóstoles durante veintitrés años, desde 1981 hasta 2004. El poder espiritual de sus enseñanzas y su ejemplo de discípulo fiel han bendecido y continúan bendiciendo en formas maravillosas a los miembros de la Iglesia restaurada del Salvador y a las personas del mundo.
En octubre de 1997, mi esposa y yo recibimos al élder y a la hermana Maxwell en la Universidad Brigham Young—Idaho (que entonces se llamaba Colegio Ricks). Él iba a hablar al alumnado, al personal y al cuerpo docente durante una asamblea devocional.
Anteriormente, ese mismo año, el élder Maxwell se había sometido a cuarenta y seis días y noches de debilitante quimioterapia contra la leucemia. Su rehabilitación y la terapia continua progresaron en forma positiva a lo largo de los meses de primavera y verano; no obstante, su fortaleza y vigor eran limitados cuando viajó a Rexburg. Después de recibir al élder y a la hermana Maxwell en el aeropuerto, Susan y yo los llevamos a nuestra casa para que descansaran y para comer un almuerzo liviano antes del devocional.
Yo le pregunté al élder Maxwell qué lecciones había aprendido de su enfermedad. Siempre recordaré la respuesta precisa y penetrante que me dio: “Dave”, dijo, “he aprendido que no desmayar es más importante que sobrevivir”.
Su respuesta era un principio del cual había tenido extensa experiencia personal durante la quimioterapia. En enero de 1997, el día en que iba a empezar la primera serie de tratamientos, el élder Maxwell miró a su esposa, la tomó de la mano, dio un profundo suspiro y le dijo: “Lo único que quiero es no desmayar”.
En su mensaje de la Conferencia General de octubre de 1997, él enseñó esto con gran sinceridad: “… a medida que enfrentemos nuestras pruebas y tribulaciones… también nosotros podemos suplicarle al Padre, tal como lo hizo Jesús, que no tengamos que ‘desmayar’, es decir, retroceder o rehuir (véase D. y C. 19:18). ¡No desmayar es mucho más importante que sobrevivir! Más aún, el beber de una amarga copa sin amargarse es asimismo parte de emular a Jesús”.
Los pasajes de las Escrituras que se refieren al sufrimiento del Salvador cuando ofreció el infinito y eterno sacrificio expiatorio se volvieron más conmovedores y significativos para mí.
“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;
“mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;
“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.
“Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres” (D. y C. 19:16–19).
El Salvador no desmayó ni en Getsemaní ni en el Gólgota.
El élder Maxwell tampoco desmayó; este extraordinario Apóstol siguió adelante con firmeza y fue bendecido con tiempo extra en la tierra para amar, prestar servicio, enseñar y testificar. Esos años finales de su vida fueron un enfático signo de admiración para su ejemplo de discipulado devoto, tanto en palabra como en hechos.
Creo que la mayoría de nosotros probablemente esperaríamos que un hombre con la capacidad, experiencia y talla espiritual del élder Maxwell enfrentara una enfermedad grave y la muerte con un entendimiento del plan de felicidad de Dios, con tranquilidad, aplomo y dignidad; pero yo testifico que esas bendiciones no están reservadas exclusivamente para las Autoridades Generales ni para un pequeño grupo selecto de miembros de la Iglesia.
Desde que fui llamado al Cuórum de los Doce, mis asignaciones y viajes me han permitido conocer a Santos de los Últimos Días de todo el mundo, fieles, luchadores y valientes. Quiero hablarles de un joven y una joven que han bendecido mi vida y de quienes he aprendido lecciones espiritualmente vitales acerca de no desmayar y de dejar que nuestra propia voluntad sea “absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7).
La historia es verídica y los personajes son reales; sin embargo, no utilizaré los nombres verdaderos de las personas. Con la autorización de ellos, citaré algunas entradas de sus respectivos diarios personales.
“No se haga mi voluntad, sino la tuya”
John es un digno poseedor del sacerdocio y prestó fiel servicio como misionero de tiempo completo. Después de regresar de la misión, empezó a salir y se casó con Heather, una joven íntegra y maravillosa. Él tenía veintitrés años y ella veinte el día en que se sellaron en la Casa del Señor por esta vida y por toda la eternidad.
Aproximadamente tres semanas después de su boda en el templo, a John le diagnosticaron cáncer en los huesos y, como también le encontraron nódulos cancerosos en los pulmones, el pronóstico no era bueno.
John escribió esto en su diario: “Fue el día más aterrador de mi vida, no solo porque me dijeron que tenía cáncer, sino también porque estaba recién casado y sentí que había fracasado como esposo. Yo era el sostén y el protector de nuestra nueva familia y ahora, tras tres semanas en esa función, sentía que había fracasado”.
Heather escribió: “Fue una noticia devastadora, y recuerdo lo mucho que cambió nuestra perspectiva. Me encontraba en la sala de espera del hospital escribiendo notas de agradecimiento por los regalos de boda mientras esperábamos los resultados de los análisis de John; pero después de saber que tenía cáncer, las ollas y los utensilios de cocina ya no eran importantes. Fue el peor día de mi vida; pero recuerdo que esa noche me fui a la cama sintiendo gratitud por nuestro sellamiento en el templo. Aunque los médicos le habían dado solo un treinta por ciento de posibilidades de sobrevivir, yo sabía que, si permanecíamos fieles, tenía un cien por ciento de posibilidades de estar con él para siempre”.

Aproximadamente un mes después, John empezó la quimioterapia. Él describió la experiencia de esta manera: “Los tratamientos me hicieron sentir más enfermo de lo que nunca había estado; se me cayó el cabello, adelgacé unos veinte kilos y sentía como si mi cuerpo estuviera desintegrándose. La quimioterapia también me afectó emocional, mental y espiritualmente. Durante los meses de tratamiento, la vida era como una montaña rusa, con altos y bajos y todas las fases intermedias. No obstante, a través de todo eso, Heather y yo seguimos teniendo fe en que Dios me sanaría; sencillamente lo sabíamos”.
A su vez, Heather anotó lo que pensaba y sentía: “No podía soportar la idea de que John se quedara solo de noche en el hospital, así que todas las noches dormía en un pequeño sofá que había en su cuarto. Muchos amigos y familiares nos visitaban durante el día, pero las horas de la noche eran lo más difícil; con la mirada fija en el techo, me preguntaba qué tendría reservado para nosotros el Padre Celestial. A veces, mi mente divagaba a lugares oscuros, y el temor de perder a John llegaba casi al punto de abrumarme. Pero sabía que esos pensamientos no provenían del Padre Celestial; empecé a orar con mayor frecuencia pidiendo consuelo, y el Señor me dio la fortaleza para seguir adelante”.
A los tres meses, John se sometió a una operación quirúrgica para extirparle un tumor grande que tenía en una pierna. Dos días después de la cirugía, fui al hospital a visitarlos. Hablamos de cuando conocí a John en el campo misional, de su matrimonio, del cáncer y de las lecciones eternamente importantes que aprendemos al pasar por las pruebas de la vida terrenal. Al acercarse el fin de la visita, John me preguntó si podía darle una bendición del sacerdocio. Le contesté que lo haría con mucho gusto, pero que primero tenía que hacerle algunas preguntas.
Procedí a hacerle preguntas que no había pensado hacer y que ni siquiera había considerado: “John, ¿tienes la fe para no ser sanado? Si es la voluntad de nuestro Padre Celestial que en tu juventud seas trasladado por la muerte al mundo de los espíritus para continuar tu ministerio, ¿tienes la fe para someterte a Su voluntad y no ser sanado?”.
En las Escrituras, vemos con frecuencia que el Salvador o Sus siervos ejercieron el don espiritual de la sanidad (véanse 1 Corintios 12:9; D. y C. 35:9; 46:20) y percibían cuando una persona tenía la fe para ser sanada (véanse Hechos 14:9; 3 Nefi 17:8; D. y C. 46:19). Pero, a medida que John, Heather y yo considerábamos la situación y analizábamos esas preguntas, fuimos comprendiendo cada vez más que, si la voluntad de Dios era que ese buen joven sanara, entonces esa bendición únicamente se podría recibir si esa valiente pareja tenía primero la fe para no sanar. En otras palabras, era necesario que ambos jóvenes superaran, mediante la expiación del Señor Jesucristo, la tendencia del “hombre natural” (Mosíah 3:19) que todos tenemos de exigir con impaciencia e insistir incesantemente recibir las bendiciones que deseamos y que creemos merecer.
Reconocimos un principio que se aplica a todo discípulo devoto: la fe firme en el Salvador es aceptar sumisamente Su voluntad y Su tiempo en nuestra vida, incluso si el resultado no es lo que esperábamos o deseábamos. Por supuesto, John y Heather iban a desear, anhelar y suplicar que sanara con toda su alma, mente y fuerza; pero lo más importante era que estuvieran “[dispuestos] a someterse a cuanto el Señor [juzgara] conveniente imponer sobre [ellos], tal como un niño se somete a su padre” (Mosíah 3:19). Verdaderamente, tenían que estar dispuestos a ofrecerle sus “almas enteras como ofrenda” (Omni 1:26) y a orar humildemente: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
Lo que en un principio nos habían parecido a ellos y a mí preguntas desconcertantes se convirtieron en parte de un modelo generalizado de paradojas del Evangelio. Consideren esta amonestación del Señor: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:39). Y también dijo: “Pero muchos primeros serán postreros, y los postreros, primeros” (Mateo 19:30). Y el Señor recalcó a Sus discípulos de los últimos días: “Y por tu palabra muchos de los soberbios serán humillados, y muchos de los humildes serán ensalzados” (D. y C. 112:8). Por tanto, el tener fe para no ser sanado parece encajar apropiadamente en un potente modelo de paradojas penetrantes que nos requieren pedir, buscar y llamar a fin de que podamos recibir conocimiento y entendimiento (véase 3 Nefi 14:7).
Después de tomar el tiempo necesario para meditar sobre mis preguntas y de hablar con la esposa, John me dijo: “Élder Bednar, yo no quiero morir, no quiero dejar a Heather; pero si la voluntad del Señor es trasladarme al mundo de los espíritus, entonces estoy dispuesto a aceptarlo”.
Mi corazón rebosó de agradecimiento y admiración al ver a este joven matrimonio enfrentarse a la lucha espiritual más exigente de todas: la entrega sumisa de su voluntad a la voluntad de Dios. Mi fe se fortaleció al ver a ese matrimonio permitir que sus fuertes y comprensibles deseos de que sanara quedaran “[absorbidos] en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7).
John describió de esta manera la reacción que tuvo a nuestra conversación y a la bendición que recibió: “El élder Bednar compartió con nosotros el pensamiento del élder Maxwell de que es mejor no desmayar que sobrevivir. Después nos preguntó: ‘Sé que tienen la fe para que seas sanado, ¿pero tienen la fe para no ser sanado?’. Ese era un concepto desconocido para mí. En esencia, lo que preguntaba era si yo tenía la fe para aceptar la voluntad de Dios si Su voluntad era que no fuese sanado. Si se acercara el momento de entrar en el mundo de los espíritus mediante la muerte, ¿estaba preparado para someterme y aceptar?”.
John continuó: “Tener la fe para no sanar parecía contrario a la lógica; pero esa perspectiva cambió la manera de pensar de mi esposa y la mía, y nos permitió depositar nuestra confianza total en el plan que el Padre tiene para nosotros. Aprendimos que teníamos que obtener la fe de que el Señor está al mando, sea cual sea el resultado, y que Él nos guiará desde donde estamos a donde tenemos que estar. Al orar, nuestras súplicas cambiaron de ‘Te suplico que me sanes’ a ‘Te suplico que me des la fe para aceptar cualquier resultado que Tú hayas preparado para mí’.
“Estaba seguro de que, por ser un Apóstol, el élder Bednar bendeciría los elementos de mi cuerpo para que se restauraran y que yo saltaría de la cama y empezaría a bailar o hacer algo así de impresionante; pero, cuando me bendijo ese día, me asombró el hecho de que sus palabras eran casi idénticas a las pronunciadas por mi padre, mi suegro y mi presidente de misión. Me di cuenta de que, al fin y al cabo, no importa de quién son las manos sobre mi cabeza; el poder de Dios no cambia, y Su voluntad se nos da a conocer personalmente y por medio de Sus siervos autorizados”.



Heather escribió: “Ese fue para mí un día lleno de emociones encontradas. Estaba convencida de que el élder Bednar iba a poner las manos sobre la cabeza de John y lo sanaría completamente del cáncer; sabía que mediante el poder del sacerdocio él podía ser sanado y deseaba muchísimo que así fuera. Después de que el élder Bednar nos enseñó en cuanto a tener fe para no ser sanado, me sentí aterrada. Hasta ese momento, nunca había tenido que aceptar la realidad de que el plan del Señor pudiese incluir el perder a mi esposo. Mi fe dependía de los resultados que deseaba obtener; en cierta manera, se puede decir que era superficial. Aunque al principio me resultó aterradora, finalmente la idea de tener la fe para no sanar me liberó de la preocupación y me permitió tener total confianza en que mi Padre Celestial me conocía mejor de lo que yo me conocía a mí misma, y que Él haría lo que fuera mejor para John y para mí”.
Se dio la bendición, y pasaron días, meses y años. Milagrosamente, el cáncer de John entró en remisión; pudo terminar sus estudios universitarios y obtener un buen trabajo. Él y Heather continuaron fortaleciendo su matrimonio y disfrutando la vida juntos.
Un tiempo después, recibí una carta de John y Heather informándome que el cáncer había vuelto. Se inició la quimioterapia y se programó la cirugía. John explicó: “La noticia no solo nos causó desilusión, sino que también nos dejó perplejos. ¿Hubo algo que no aprendimos la primera vez? ¿Esperaba el Señor algo más de nosotros?
“De modo que oré para obtener claridad y para que el Señor me ayudara a comprender por qué el cáncer había vuelto a aparecer. Un día, mientras leía el Nuevo Testamento, recibí la respuesta. Estaba leyendo el relato de cuando Cristo y Sus apóstoles estaban en el mar y se levantó una tormenta. Temerosos de que el barco se hundiera, los discípulos se acercaron al Salvador y le preguntaron: ‘Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?’. ¡Eso era exactamente lo que yo sentía! ¿No tienes cuidado de que yo tenga cáncer? ¿No tienes cuidado de que queramos comenzar una familia? Pero, al continuar leyendo el relato, encontré mi respuesta: El Señor los miró y les dijo: ‘¿Cómo no tenéis fe?’, y extendiendo la mano, calmó las aguas.
“En aquel momento tuve que hacerme la pregunta: ‘¿De verdad lo creo? ¿Creo realmente que Él calmó las aguas ese día? ¿O es solamente un relato interesante de leer?’ La respuesta es: Sí creo, y debido a que sé que Él calmó las aguas, en ese instante supe que Él podría sanarme. Hasta aquel momento me había sido muy difícil reconciliar la necesidad de tener fe en Cristo con la inevitabilidad de Su voluntad; las consideraba dos cosas diferentes y a veces pensaba que se contradecían. Me preguntaba: ‘¿Por qué debo tener fe si al final Su voluntad es lo que prevalecerá?’. Después de esa experiencia, supe que el tener fe —por lo menos en mi caso— no era precisamente saber que Él me sanaría, sino que podía sanarme. Tenía que creer que Él podía hacerlo; y luego, si me curaba o no, dependía de Él.
“Al permitir que esas dos ideas coexistieran —la fe centrada en Jesucristo y una total sumisión a Su voluntad— encontré mayor consuelo y paz. Ha sido extraordinario ver la mano del Señor en nuestra vida; todo se ha ido acomodando, han sucedido milagros y nos sentimos continuamente humildes y conmovidos al ver desplegarse el plan del Señor para nosotros”.
Sin duda, la rectitud y la fe son fundamentales para mover montañas, si el mover montañas cumple con los propósitos de Dios y está de acuerdo con Su voluntad. La rectitud y la fe son sin duda fundamentales para sanar a los enfermos, a los sordos y a los cojos, si esa sanación cumple con los propósitos de Dios y está de acuerdo con Su voluntad. Por lo tanto, incluso aunque tengamos gran fe, muchas montañas no se moverán y no todos los enfermos y los débiles serán sanados. Si se acabara toda oposición, si se eliminaran todas las dolencias, entonces los propósitos principales del plan del Padre se frustrarían.


Muchas de las lecciones que hemos de aprender en la vida terrenal se pueden recibir únicamente por medio de lo que experimentamos y a veces padecemos; y Dios espera y confía en que enfrentemos la adversidad temporal de la mortalidad con Su ayuda, a fin de que aprendamos lo que debemos aprender y finalmente seamos lo que debemos llegar a ser en la eternidad.
El significado de todas las cosas
La historia de John y Heather es común y corriente y, al mismo tiempo, extraordinaria. Ese joven matrimonio representa a millones de fieles Santos de los Últimos Días de todo el mundo que guardan sus convenios y que siguen adelante a lo largo del sendero estrecho y angosto con una firme fe en Cristo y un fulgor perfecto de esperanza (véase 2 Nefi 31:19–20). John y Heather no servían en puestos prominentes en la Iglesia, no estaban emparentados con Autoridades Generales, y a veces tenían dudas y temores; en muchos de esos aspectos, su historia es muy común.
Sin embargo, ambos jóvenes fueron bendecidos en formas extraordinarias a fin de aprender lecciones esenciales para la eternidad por medio de la aflicción y las dificultades. He compartido este relato con ustedes porque John y Heather, que son iguales a muchos de ustedes, llegaron a comprender que no desmayar es más importante que sobrevivir; por consiguiente, su experiencia no tenía que ver fundamentalmente con vivir y morir; más bien, tenía que ver con aprender, vivir y llegar a ser.
Para muchos, la historia de ellos es, ha sido o podría ser la historia de ustedes; ustedes enfrentan, han enfrentado o enfrentarán dificultades similares con el mismo valor y perspectiva espiritual que ellos. No sé por qué algunas personas aprenden las lecciones de la eternidad a través de las pruebas y el sufrimiento, mientras que otras las aprenden por medio del rescate y de la sanación. No conozco todas las razones ni todos los propósitos, ni lo sé todo sobre el tiempo del Señor. Al igual que Nefi, ustedes y yo podemos decir que “no [sabemos] el significado de todas las cosas” (1 Nefi 11:17).
No obstante, hay algunas cosas que sé con absoluta seguridad. Sé que somos hijos e hijas en espíritu de un amoroso Padre Celestial; sé que el Padre Eterno es el Autor del plan de felicidad; sé que Jesucristo es nuestro Salvador y Redentor; sé que Jesucristo hizo posible el plan del Padre por medio de Su expiación infinita y eterna. Sé que el Señor, que “padeció… muerte y dolor” por nosotros, puede socorrer y fortalecer “a los de su pueblo, de acuerdo con las debilidades de ellos” (Alma 7:12); y sé que una de las más grandes bendiciones de la vida terrenal es no desmayar y permitir que nuestra propia voluntad sea “absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7).
Aunque no lo sé todo en cuanto a cómo, cuándo, dónde y por qué se reciben esas bendiciones, testifico que, efectivamente, son reales. Sé que si siguen adelante en la vida con fe firme en Cristo, tendrán la capacidad para no desmayar.